La aspiración de este Diccionario de Pensadoras Españolas Contemporáneas consiste en hacerse superfluo, aceptando el consejo que Nicolás Maquiavelo daba al príncipe, que tuviera a bien asumir el mando de la república y prepararla para un buen gobierno que ejercería la ciudadanía. Mientras en Florencia reinara la inseguridad, la continua amenaza de los enemigos externos y las disensiones internas, la razón de Estado aconsejaba una suerte de “discriminación positiva”: era lícito tomar medidas excepcionales por el bien de la patria, nunca por intereses particulares, actuar de tal modo que quedaran establecidas las condiciones para que nunca más fueran necesarias las excepciones, incluso que fueran innecesarios los príncipes.
El ancestral olvido en que han caído las mujeres que han dedicado y dedican su esfuerzo al cultivo de las letras, no sólo en España, sino en el contexto mundial, ha urgido a organizar congresos y publicaciones dedicados especialmente a ellas precisamente por rescatarlas de ese olvido injusto. Lo deseable, obviamente, es que mujeres y varones ocupen las páginas de los diccionarios y las enciclopedias indistintamente, sin acepciones tan injustificadas como las que dañan a los colectivos tradicionalmente relegados por razón de una característica que les constituye, sólo en parte, y por la que son discriminados sin razón alguna. Las fobias sociales, como la misoginia, tienen por desgracia una larga historia, a la que es imprescindible poner fin. Aunque nunca está de más, puestos a recordar patologías sociales, que la lacra transversal a todas en este orden de cosas es la aporofobia, en este caso el olvido de mujeres y varones que carecen del apoyo social necesario para conseguir lo más valioso a lo que pueden aspirar las personas, incluidas las pensadoras: el justo reconocimiento.
La ancestral división del trabajo que asignó a las mujeres el dominio de la vida privada y a los varones, el de la pública, tuvo su coartada ideológica en esa interesada distinción entre presuntas cualidades femeninas y masculinas que hacían especialmente indicados a unas y otras para cada uno de esos dominios, de modo que el acceso a la vida intelectual fue posible sólo para las heroínas. Afortunadamente, esa visión deformada y deformante de la realidad está desvaneciéndose, como es de justicia, y a conseguirlo se ha dedicado el esfuerzo de una gran cantidad de mujeres y de iniciativas como la de este texto que hoy vez la luz.
En efecto, este Diccionario pone sobre el tapete las aportaciones de un amplio elenco de mujeres totalmente plurales en sus propuestas. Figuran en él literatas bien conocidas, pero cuya obra merecería un reconocimiento mucho mayor del que han recibido, políticas existencialmente comprometidas en el bien común, que han sido decisivas en la vida pública, y un amplio elenco de pensadoras del ámbito filosófico, de ese mundo que intenta averiguar qué podemos conocer, qué debemos hacer, qué nos cabe esperar, qué es el ser humano -mujer, varón-, a qué le compromete su humanidad.
En estos tiempos en que el incomprensible entusiasmo por las medidas de calidad lleva a quienes las aplican a exigir evidencias, no cabe duda de que la mejor de las evidencias para probar la igualdad de mujeres y varones es, en efecto, que se conozcan indistintamente los trabajos de unas y otros, y que ya no hagan falta publicaciones específicas para rescatar del olvido a colectivos enteros; en este caso el de las mujeres. Es la única forma, por otra parte, de descubrir de primera mano que las diferencias de calidad son personales, no genéricas.
Y a la vez no estaría de más, que los grupos que han sufrido el rechazo y el olvido secularmente aprovechen su dolorosa experiencia, no sólo para exigir justicia para todos los miembros del grupo en cualquier lugar de la tierra, que por supuesto, sino también, yendo aún más allá, para comprometerse a trabajar contra el desprecio a las y los más pobres, que es una lacra transversal.
Escrito por Adela Cortina, para el prólogo del Diccionario de Pensadoras Españolas de los siglos XIX y XX.
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