A menudo encontramos noticias, columnas de opinión y discursos políticos en los que los autores mencionan la dignidad como algo importante, pero casi nadie se detiene a explicar en qué consiste tal cosa. Pero es importante que reflexionemos y aclaremos en qué consiste la dignidad, para que sepamos de qué estamos hablando exactamente, no sea que este vocablo se convierta en un término vacío, que confunde y enreda, en lugar de servir para un buen entendimiento.
En muchos casos, cuando hablamos de dignidad queremos decir que las personas tienen un valor que excede todo precio. Las cosas tienen precio (un valor de intercambio, un valor relativo que depende de la oferta y la demanda). Pero las cosas (y en este contexto también los animales y las plantas) carecen de dignidad, porque la dignidad es un valor absoluto, incalculable, que atribuimos únicamente a las personas. Naturalmente, algunas cosas tienen un valor enorme, como por ejemplo la Tierra, la atmósfera, los océanos o los bosques. Pero aún así, no decimos de ellas que tengan dignidad. Reservamos el atributo de la dignidad para los seres capaces de llegar a ser autónomos, capaces de llevar a cabo un proyecto de vida y de tener un sentido de lo justo que oriente su comportamiento. Los bebés y las personas con daños cerebrales sí tienen dignidad, porque pueden llegar a desarrollar esa capacidad si se les cuida. En cambio un caballo o un perro tienen valor, son seres valiosos que deben ser tratados con el debido respeto, pero no es adecuado decir que tienen dignidad.
Uno de los clásicos que en su momento escribió sobre la dignidad, el renacentista Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), opinaba que la tenemos porque hemos sido creados para llegar a ser cualquier cosa que nos propongamos: podemos llegar a ser ángeles o demonios, expertos o ignorantes, héroes o cobardes. Pero lo interesante es que este autor atribuye la dignidad a todos por igual, frente a una larga tradición greco-romana en la que se consideraba la dignidad como un atributo de los nobles, del que carecían los plebeyos.
Sobre esa base de la igualdad, el filósofo alemán Inmanuel Kant (1724-1804) elaboró la distinción entre dignidad y precio que he mencionado anteriormente. La dignidad es patrimonio de todas y cada una de las personas. La definición de persona incluye el atributo de la dignidad, del valor absoluto, de un valor infinito, no intercambiable por otras cosas. De ahí se sigue que las personas no deben ser tratadas únicamente como medios, sino al mismo tiempo como fines en sí mismas. La dignidad siempre va acompañada de la exigencia incondicional del respeto a los derechos fundamentales: ser digno/a significa «digno/a de respeto», «merecedor/a de cuidados», acreedor/a de bienes básicos como la vida, la libertad, el alimento, el vestido, la vivienda, la reputación o buena fama (incluida la presunción de inocencia) , el acceso a los recursos culturales, el acceso a los recursos sanitarios, etc. Los llamados «Derechos Humanos» se derivan de la dignidad que se les reconoce a las criaturas humanas. Por eso, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en su artículo primero, dice que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Hay que aclarar que cuando Kant dice que «las personas no deben ser tratadas solo como un medio, sino que al mismo tiempo se las debe tratar como un fin en sí mismas», no dice que nunca se deba tratar a las personas como un medio. Por ejemplo: cuando le pido al fontanero que me arregle las cañerías de mi casa, estoy usando a esa persona como medio para conseguir mi objetivo de tener unas cañerías en buenas condiciones. Pero el imperativo kantiano me recuerda que no debería tratar al fontanero solo como medio para mis fines particulares, sino que debo tratarlo al mismo tiempo, como una persona, como alguien que tiene dignidad, como alguien que merece todo mi respeto y consideración. Por ello, en mi interacción con el fontanero, deberé observar ciertos límites en mi comportamiento: no debo menospreciarle, ni insultarle, ni estafarle, ni engañarle, ni explotarle, ni tratarle como si fuera mi esclavo, ni nada por el estilo. Que yo le trate como medio para conseguir un objetivo mío, al contratarle para un trabajo, no me da derecho a hacerle ningún daño.
En estos tiempos turbulentos que estamos viviendo, es urgente que nos tratemos los unos a los otros con el máximo de cuidado, consideración y respeto. Esto implica también la transparencia y el buen gobierno, porque no hay respeto a los demás si practicamos la opacidad y la mentira. Y no hay respeto a los ciudadanos si la actividad de gobierno es un continuo mercadeo partidista en el que se olvida el bien común y se falta al respeto a los votantes al traicionar la confianza que depositaron en el partido al que votaron. Por ejemplo, el transfuguismo y los pactos indebidos forman parte de ese traicionar la confianza. En esos casos, no se respeta la dignidad de las personas.
Emilio Martínez Navarro, Catedrático de Filosofía Moral y Política de la UM