Escribo a pocas horas de que en España se inicie oficialmente la campaña electoral de las elecciones municipales y, donde toque, autonómicas del próximo 28 de mayo. Llevamos meses, demasiados, con actos preelectorales de todos los partidos en los que -paradojas de la vida- no se puede pedir formalmente el voto pero sí se pueden prometer cosas y adquirir compromisos que nunca se cumplen. Asistimos a una especie de lucha entre los que gobiernan y los que quieren gobernar para ver quien da más y más y más. Y los sufridos ciudadanos a verlas venir. Hace años propuse, y nadie me hizo caso, que en estas circunstancias y en épocas electorales los contribuyentes merecíamos un plus de sufrimientos por la patria…
Cuando Orwell escribía que “decir la verdad es un acto revolucionario”, probablemente estaba pensando, visionariamente, en esta época nueva, llena de paradojas y de contradicciones que nos ha tocado vivir. Un tiempo en el que, en expresión de Zygmunt Bauman, la sociedad se ha vuelto “liquida” y en la que los humanos -confundiendo progreso con velocidad- buscamos atajos desesperadamente y nos aferramos a un egoísta estilo de vida que nos ha hecho abandonar la utopía y olvidar el supremo valor de nuestra propia existencia. Nos falta dignidad.
Los organismos son más vulnerables a medida que se hacen más grandes y complejos; y esa regla de la Biología es aplicable a las instituciones, a la propia empresa y a la Sociedad toda, cuya fragilidad va pareja y a la misma velocidad que su desarrollo. Y no bastan las leyes para encauzar el proceso porque, en definitiva, las normas nunca resuelven por sí mismas los problemas y tan solo apuntan la solución para los conflictos en los que pueden aplicarse. Hay que aprender a gestionar, de nuevo, empresas, instituciones y organizaciones; y hacerlo con base en valores que, a su vez, crean valor. Se ha hecho patente la necesidad de gestionar las organizaciones de otra manera: estricto cumplimiento de la ley, principios democráticos, transparencia, lucha contra la corrupción, compromiso con la justicia social, con los derechos humanos y con la Sostenibilidad, y el control del cuarto poder desde la independencia y la información veraz, comprometida, contrastada y contextualizada.
Estamos en los albores de una nueva época, más de intemperie que de protección; un instante mágico en el que la lucha por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones -si así nos lo proponemos- podrá instalarse definitivamente entre nosotros. Una batalla larga y difícil, sobre la que ya nos advirtió Nietzsche: “una generación ha de comenzar la batalla en la que otra habrá de vencer.” El hombre solo cabe en la utopía y debemos luchar sin descanso para alcanzar esa esperanza consecutivamente aplazada, porque “solo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido” nos dijo Ernesto Sábato.
Tendríamos que convencernos de que hay cosas que son de todos, aunque solo estén en nuestras manos, y a todos nos corresponde su última utilidad y defensa. De ninguna manera ha de permitirse que nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes, y trastoque la jerarquía del bien público y el bien particular. No podemos confundir fines y medios. Al final, todos los principios éticos y morales se resumen en una sencilla, antigua y olvidada regla práctica: No hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. Los valores (y, a su través, la satisfacción de las necesidades humanas, que no otra cosa es el Bien Común) son la infraestructura moral básica e indispensable de toda sociedad justa, y de cualquier empresa o institución que quiera obtener el preciado título de organización ciudadana: aquella que, además de cumplir con su deber y con la ley, promueve y desarrolla el Buen Gobierno, ayuda a resolver los problemas que preocupan e inquietan a los ciudadanos; practica el dialogo y las relaciones de equidad con todas las partes interesadas, se comporta éticamente y se compromete social, solidaria y activamente con la Sociedad, como querría y dejo escrito Cicerón hace veinte siglos.
Necesitamos organizaciones, instituciones y dirigentes que no confundan el éxito con la excelencia. Lo difícil no es tener éxito. Lo difícil es merecerlo, dijo Albert Camus. Y, aunque lo merezcamos, la semejanza del mérito con el éxito puede engañarnos porque, al fin, el éxito no es más que el resultado -bueno o malo, siempre pasajero- de una acción. Sin huir del éxito, ni buscarlo a toda costa, debemos trabajar por la excelencia, que no es más que la virtud del excelente, del “arete” griego, de la “virtu” romana libre de moralina, de la virtud del Renacimiento: cumplir con nuestro deber, ser solidarios y sobresalir en nuestro comportamiento ético y en nuestro compromiso.
Estamos viviendo en un cambio de época y nos adentramos en una nueva Era. Hoy, más que nunca, tenemos que ser capaces de construir empresas y organizaciones competentes; es decir, aptas, idóneas, proporcionadas, que no se miren cual Narciso absorto en su propio reflejo. Organizaciones ciudadanas basadas en las personas y en valores. Debemos luchar por el hombre mismo, por todos y cada uno de los seres humanos. Esa es nuestra obligación, nuestro común desafío y también nuestro compromiso de futuro porque hay un horizonte ético de responsabilidad sin el cual la vida en común es imposible. Como dejó escrito Séneca, “homo homine sacra res”, el hombre es cosa sagrada para el hombre.