Una de las causas detonantes de que la gente de a pie asaltara la prisión de La Bastilla, en París, el 14 de julio de 1789, dando así comienzo a la Revolución Francesa, fue la falta de transparencia por parte del régimen monárquico francés. Dicho régimen detenía a las personas en secreto, las enviaba a prisión o las eliminaba físicamente, y nunca se hacía público en ninguna parte el paradero de los vivos ni el de los cadáveres. Opacidad, oscurantismo, secretismo, falta de transparencia, colmaron la paciencia de la población hasta que el pueblo llano ya no vio otra salida que asaltar la prisión, que se había convertido en el símbolo de un sistema opresor y despótico. Insisto en que la falta de transparencia no fue el único motivo, ni mucho menos, que provocó el asalto a La Bastilla, pero sin duda fue un motivo importante, que hoy asociamos con el derecho de habeas corpus: un derecho que tiene como contrapartida el deber del Estado de ser transparente en cuanto a las detenciones y encarcelamientos de las personas. En este aspecto, la falta de transparencia es un delito.
Por aquellas fechas de finales del siglo XVIII, el filósofo Inmanuel Kant destacó en sus escritos la importancia del Principio de Publicidad, que viene a decir que la mejor garantía para saber si los comportamientos del Estado son justos o injustos es hacer el experimento mental de preguntarse «Esto que voy a hacer como gobernante, ¿lo podrían aceptar los gobernados si lo hiciera público y lo explicara adecuadamente?» Por ejemplo, si un gobernante toma una decisión sobre el nombramiento de un alto cargo y mantiene en secreto los motivos reales por los que hace tal nombramiento, cabe sospechar que lo hace para pagar favores o para tener en deuda a la persona a la que asigna ese alto cargo; en tal caso, los motivos reales no resistirían ser publicados, porque dañarían gravemente la reputación del gobernante. De modo parecido, si un particular que gobierna una empresa no desea hacer público que ha quedado citado en secreto con otra persona (por ejemplo, con un político o con un directivo de una empresa rival, etc.), porque sabe que si se publicara tal información quedaría muy dañada su reputación, entonces está claro que esa cita no debería llevarse a cabo, porque muy probablemente constituye una infracción ética, y tal vez jurídica; si ese empresario quiere mantener en secreto las decisiones que ha tomado con respecto al proceso de fabricación de un producto, o sobre el trato salarial que quiere dar a sus trabajadores, o sobre el modo en que planea sacar del mercado a su principal competidor, cabe pensar que se trata de maquinaciones poco éticas, tal vez ilegales, que no soportarían la prueba de fuego de la publicidad, la prueba de fuego de la transparencia.
El lector que haya llegado hasta aquí puede alegar que no necesariamente el secretismo es síntoma de corrupción, puesto que puede ser simplemente una precaución que se toma para evitar que los rivales (políticos o mercantiles) nos tomen la delantera y puedan obstaculizar o impedir nuestros proyectos. Y en algunos casos eso será así, pero entonces no debería haber problema alguno en levantar el secreto cuando ya no exista ese peligro que se alega como justificación para el ocultamiento. Sin embargo, si ni siquiera es posible levantar el secreto cuando ya no hay riesgos a la vista, cabe sospechar que esa justificación es falsa, y que los verdaderos motivos para la opacidad son poco presentables, poco éticos, tal vez ilegales. Muchos casos de corrupción, la mayoría de ellos, se amparan en la falta de transparencia, porque si se hicieran públicos los tejemanejes que se están llevando a cabo, sus protagonistas no podrían seguir adelante con tales maniobras. Además, lo que pide el Principio de Publicidad kantiano no es que se tengan que hacer públicas necesariamente todas las decisiones que se toman, sino que imaginemos qué pasaría si se hicieran públicas: si las consecuencias previsibles son negativas, eso indica que tales decisiones no son justas con respecto a alguna persona o grupo al que esas decisiones perjudican de manera abusiva; en cambio, si las consecuencias previsibles son positivas o no dañinas, eso significa que tales decisiones son, en principio, éticamente válidas.
Todos apreciamos la reputación como un bien sumamente valioso, y por ello tratamos de evitar cualquier comportamiento turbio que, si se hiciera público, mancharía ese tesoro del propio honor y la buena imagen pública que casi nadie desea perder.

La transparencia es el antídoto contra la corrupción. Las malas acciones piden el secreto, la ocultación, la opacidad. Las buenas prácticas soportan muy bien el Principio de Publicidad de Kant: como no hay nada que ocultar, nos sentimos tranquilos ante los demás y ante la propia conciencia, y nuestra reputación pública permanece intacta. Además, las buenas prácticas generan un clima de confianza, que es esencial para el buen funcionamiento en la política y en el mercado.
Estas reflexiones, y otras semejantes, son las que se pueden llevar a cabo en la asignatura de Ética que merecería la pena recuperar en la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO). Ojalá que el gobierno rectifique el Real Decreto de Enseñanzas Mínimas que está a punto de publicar, y vuelva poner esta asignatura como obligatoria en 4º curso de ESO con una carga horaria digna (cuatro horas semanales) y la asignación al profesorado de Filosofía. Sospecho que, si no lo hace, es por motivos que no soportarían ser publicitados.
Fuente: La Opinión de Murcia