Decía Antonio Machado, por boca de Juan de Mairena, que el mundo se anegaría en una gran ola de cinismo. Estamos abocados, escribió don Antonio, “a una gran catástrofe moral de proporciones gigantescas, en la cual sólo queden en pie las virtudes cínicas. Los políticos tendrán que aferrarse a ellas y gobernar con ellas. Nuestra misión es adelantarnos por la inteligencia a devolver su dignidad de hombre al animal humano.”
Guiados por el amor a la naturaleza, los cínicos clásicos atesoraban y practicaban algunas virtudes: parresía o franqueza en el hablar/ adoxía o guiarse por la razón sin dejarse influir por modas/ atimia, la falta de pedigrí/ autarquía, o la independencia/ apatheia o dominio de las pasiones/ kartería, la fortaleza y ataraxia, fin ético que se sustenta en la serenidad. En el siglo IV a.C. Antístenes, fundador de la escuela cínica, consideraba que el filósofo debía vigilar al político porque “tan peligroso es dar una espada a un loco como poder a un malvado.” Los cínicos actuales, desafortunadamente, ya no tienen nada que ver con los clásicos. Ahora, según el diccionario de la RAE, cínica se dice de la persona que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas y es insolente, caradura, impúdica y con un alto nivel de desconfianza hacia los demás; y, además, suele mentir a la hora de argumentar o dialogar con alguien, todo por llevar la razón (su razón), además de menospreciar los argumentos ajenos. Los que saben de estas cosas, dicen que los cínicos del siglo XXI atesoran, además, marcados rasgos egocéntricos, considerando que sus ideas están por encima de las de otros, a los que infravaloran. Y eso deberíamos cambiarlo, como tantas otras cosas.
Ernesto Sábato, que era un hombre sabio, nos dejó una hermosa reflexión cuando escribió que “hay una manera de contribuir al cambio, y es no resignarse.” En eso deberíamos estar, y no en preocupaciones estériles que se agotan en si mismas y nos llevan a ninguna parte. Muchas veces nos olvidamos de que el mundo no se acaba en el lugar donde alcanzan nuestros ojos. Siempre hay un horizonte más allá y lo importante es perseguirlo honestamente, o intentarlo al menos. La ceguera periférica -como la egolatría- es una enfermedad mental fácilmente curable: en lugar de mirarnos el ombligo a todas horas, creernos los reyes del mambo, dogmatizar cada día y olvidarnos de lo que pasa alrededor y de lo que hacen los demás, bastaría con alzar los ojos y aprender de otros que lo están haciendo bien o mejor que nosotros. Y ponernos a la tarea, claro.
Podríamos empezar por la palabra, el mayor bien que posee el hombre. La palabra, el concepto, es todo. La palabra -sólida, veraz, reflexiva y profunda- es el pilar que sostiene el mundo y hace posible todo lo que hacemos. Todo. Quien daña la palabra, destruye el mundo. Y la palabra, el lenguaje tiene dos funciones distintas (Heidegger): un valor instrumental como medio para comunicarnos cosas, y una función ontológica, imprescindible, para expresar nuestro ser profundo y nuestro estar en el mundo con todas sus dudas, inquietudes y oscuridades. Y esta función esta siendo arrinconada, olvidada y dañada por la superficialidad y la avalancha de comunicaciones instrumentales que actualmente padecemos, atizadas desde las redes fecales por el redivivo e imperante cinismo del que hacen gala los dirigentes y ciudadanos que pisotean la coherencia o traspasan con muy poca vergüenza las lineas rojas que ellos mismos se marcan.
Para esas personas indignas conviene trasladar al lenguaje de hoy aquellas recomendaciones que hace Erasmo en su retrato del buen gobernante/líder en su “Institutio Principis Christiani”: si actúas personal, política y profesionalmente desde la honradez intelectual y la integridad; si eres independiente, leal y comprometido; si buscas la verdad y das ejemplo, si has sido líder queriéndolo o sin quererlo, tendrás la satisfacción de cumplir con el deber, de cumplir con la Razón, de cumplir con la virtud de la excelencia y de la Ética. Es decir, habrás finalizado tu tarea y contribuido a que triunfe la revolución más difícil, la transformación moral de las sociedades y los pueblos.
Y en eso deberíamos ocuparnos.